El pasado viernes asistí a la celebración de la Eucaristía en plena calle, con motivo de las fiestas de un barrio. Esto me llevó a reflexionar sobre la manifestación pública de la fe, en una sociedad en la que se expone la singularidad y la diferencia como signo de autenticidad y progreso pero que no es tolerante con la fe, especialmente la católica.
Lo cierto es que esta celebración suponía para muchos vecinos mostrar y estrechar lazos de unión y amistad independientemente de su confesión religiosa; por otro lado y para un número considerable de los presentes, se trataba de celebrar la fe. En este sentido, manifestar las propias creencias debería ser tan natural como la manifestación de cualquier otro tipo de pensamientos o derechos. Debería servir para unir a la comunidad y vecinos aunque haya quien no comparta las mismas creencias pero, por empatía, es capaz de abrirse a sus conciudadanos y alegrarse con ellos y compartir aquello que es importante para otros, como la celebración que mencionamos.
En definitiva, esta celebración que presencié no es solo algo que ataña a los católicos en su celebración semanal de la Eucaristía sino que sirve para unir a personas de pensamientos y confesiones diferentes bajo un mismo espíritu de amistad y acogida, aunque para algunos se haga guiados por Aquel que dió su vida a cambio de la nuestra.
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