martes, 21 de diciembre de 2021

CÓMO APROVECHAR LAS VACACIONES DE NAVIDAD



Este periodo vacacional es “un tiempo especial para la vida familiar y para el descanso”.

Para muchos, estas vacaciones son la oportunidad de tener un periodo de descanso luego de varios meses de arduo trabajo, y se trata de un tiempo especial, en el que las familias y los amigos se reúnen, celebran las fiestas navideñas y de fin de año.

Sin embargo, es importante que esta temporada no se limite al consumismo, sino que sea el espacio ideal para el descanso y la reflexión.

Para los católicos es el tiempo especial de encuentro con Cristo que nace entre nosotros y que en su presencia salvadora nos ofrece un camino de esperanza y de renovación en las situaciones más difíciles que vivimos. El tiempo de vacaciones es la oportunidad para hacer un análisis sobre cómo fue nuestro actuar durante este año y qué podemos hacer para mejorar, para ser mejores personas y contribuir a que nuestra sociedad sea mejor.

Para los creyentes, la llegada de estas fechas representa algo muy especial, pues nace –y renace- en nosotros la esperanza de que el Salvador llegue a nuestros corazones con la invitación a mirar al prójimo como un verdadero hermano.

Fuente: Aciprensa

jueves, 16 de diciembre de 2021

¿CUÁNTAS VECES AL DÍA ESTÁS EN SILENCIO PARA ESCUCHAR TU INTERIOR?


Dios es Palabra, una voz que resuena, y que puede constituirse en un grito atronador. Dios es también silencio y quietud, que habla sosegadamente, llamándonos a una fina escucha. Dios comunica sus misterios, primordialmente por el silencio. Él desea ser escuchado. Quiere hablarnos, pero en su lenguaje, y a su manera. Para oírlo necesitamos, primeramente, ir acallando la invasiva bulla.

En estos tiempos en que la comunicación constituye una necesidad imperiosa, necesitamos hacer silencio para adentrarnos en nuestra propia interioridad, para aprender a transitar hacia nosotros mismos. También necesitamos hacer silencio para escuchar al otro, a quien la bulla cotidiana puede avasallar.

El silencio se hace más apremiante, aún, porque lo necesitamos para indagar sobre Dios, que habita en el tabernáculo silencioso de nuestra interioridad. Aquel será un ámbito de encuentro con el Padre, un “santuario” para conocerlo, para escuchar su voz, para aprender de su amor, porque Dios es la plenitud del amor, que se manifiesta por el acto de oblación más sublime: “Dios mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él”. El amor de Dios consiste, “no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo, como propiciación por nuestros pecados”.

El silencio es la tierra sagrada para toparse con Yahvé; el suelo santificado que obligó a Moisés a descalzarse. Al hacerse hombre, Jesús va guiando nuestros pasos para que volvamos a posarnos en la tierra de Dios, plenitud de la paz y del consuelo; para que restablezcamos el diálogo perdido; para reencontrar la semejanza con el Padre, extraviada por el pecado original.

San Ignacio de Antioquía aporta una hermosa expresión, que avisa sobre el sendero callado: “Quien ha entendido las palabras del Señor, comprende su silencio; porque el Señor es conocido en su silencio”.

El silencio nos permite apreciar aquello que es esencial. En su obra “El Señor”, el gran teólogo Romano Guardini afirmaba que “en el silencio es donde suceden los grandes acontecimientos”.

Vivir el silencio constituye una necesidad capital para cualquier persona, más aún para el cristiano, porque en nuestro quehacer escuchamos un sinfín de palabras. El reto está en distinguir aquellas que son primordiales, porque en lo dicho se hace presente la Palabra divina, como la perla que se halla escondida en medio del campo y los abrojos. Dios continúa hablándonos, pero su voz fuerte y poderosa solamente puede ser apreciada en el silencio, alejado del bullicio que nos distrae.

Es penoso comprobarlo, pero nos hemos desacostumbrado a acoger el misterio, a prestar oídos al tesoro de la Palabra divina. La inapreciable joya es la Palabra que viene de Dios, la Palabra que es Dios. Sin embargo, se trata de una “presea” cada vez más inalcanzable, dado el entorno en que las mayorías convivimos y en que nos desarrollamos.

Vivimos en un mundo bullicioso, inundado de incesantes sonidos, emitidos por el tráfico vehicular, la TV, o los teléfonos inteligentes. La vida moderna proporciona enormes beneficios, juntamente con el abrumador bombardeo sensorial en la forma de ecos resonantes, multitudes estridentes y las demandas de los infaltables dispositivos electrónicos.

Todos los días nos sometemos a las presiones del ruido, de la palabrería y del agitado tumulto. ¿Quién puede sustraerse de la “contaminación” digital? Que familiar se nos hace entrar a un café, por ejemplo, donde cada persona que comparte las mesas está concentrada en su celular.

Algo análogo, aunque más preocupante, ocurre en la vida familiar, donde el foco de atención puede ser el IPad, el móvil o los video juegos. Sorprende ver a todos enfocados en los twiters, o en sus cuentas de Facebook, como si el destino de la humanidad dependiese de un dato o de una foto reciente, colocada en Instagram. A cuantos jóvenes y adultos vemos juntos, pero encerrados en sí mismos, aislados de los demás, apresados por sus audífonos, escuchando alguna música estridente.

El silencio constituye una alternativa a estas formas de bullicio. La investigación muestra que la quietud y el sosiego serenan la ansiedad. En este sentido, tenemos que nadar contracorriente, contra el ruido y las distracciones cotidianas que nos dificultan escuchar la propia voz, la del prójimo y, principalmente, la de Dios.

El cristiano necesita ser un tanto rebelde, porque requiere creer firmemente que el silencio constituye un valor esencial. Tiene que aprender a ser un contemplativo en medio del alboroto de la creación. Necesita descubrir cotidianamente la belleza aportada por el silencio y la serenidad de Dios.

La renuncia a la “dictadura del ruido” constituye un paso firme hacia la libertad auto poseída. Sería absolutamente irreal pretender que alguien podría estar en capacidad de “apagar”, aunque sea momentáneamente, la bulla del mundo. La tecnología, con sus luces y sombras, permanecerá, conformando un ámbito esencial de la existencia humana. Por ello, el silencio y la contemplación cumplen una misión primordial: en la dispersión de cada día nos ayudan a conservar una permanente conciencia de Dios y de nuestra identidad.

El gran valor del cristiano es constituirse en testigo de Dios en medio del mundo. De la mano de Dios podremos forjar un mundo más bondadoso y reconciliado. Pero el ser humano porta una naturaleza herida. Difícilmente podemos cegarnos ante sus rupturas, que lo sitúan en el llamado “territorio de la desemejanza”, un ámbito de lejanía, de mentiras existenciales y de subjetivismos.

Existen innumerables análisis y testimonios de su preocupante estado. Basta revisar diariamente los medios noticiosos. Ellos nos tienen acostumbrados a una selección de injusticias y crueldades. En el mejor de los casos, a una cultura de la distracción. Abunda la violencia que reaparece en los conflictos étnicos, religiosos y culturales. Es exacto hablar de un mundo en crisis.

Dios nos coloca un reto grandísimo para testimoniar su amor salvífico hacia el mundo. ¿Cómo podremos realizarlo? Con su ayuda. Admitiendo nuestras limitaciones y clamando por su gracia santificante.

Dios nos aguarda pacientemente, tocando la puerta de nuestro hogar. ¿Cómo responderle? De diversas maneras. No se trata de “encajonar el espíritu”, pero a Dios podemos hallarlo especialmente en la oración, en la meditación, en el anuncio de la Palabra, en los sacramentos, entre los desposeídos, sirviendo a los desamparados, escuchando al solitario. ¡También lo encontramos en el silencio!

El Papa Benedicto XVI sopesaba alguna vez este gran dilema, del llamado de Dios a las personas, tal como somos, con nuestras pobrezas y grandezas. “¿Cómo podremos, siendo parte de este mundo, con todas sus palabras, hacer presente la Palabra en las palabras, si no es mediante un proceso de purificación de nuestro pensar y de nuestras palabras? ¿Cómo podremos abrir el mundo -y en primer lugar a nosotros mismos- a la Palabra sin entrar en el silencio de Dios, del cual procede su Palabra?”, interrogaba. “Tenemos necesidad del silencio que se vuelve contemplación, que nos hace entrar en el silencio de Dios, y así llegar al punto donde nace la Palabra redentora”.

Hacerle especial espacio a la Palabra de Dios constituye un gran desafío, que exige de nosotros confianza, paciencia y humildad. Nos convierte en colaboradores de la verdad, voces de lo auténtico, porque nosotros no hablamos solamente en un río de palabras, sino que, confiando en la Palabra, la verdad podrá hablar en nosotros. Así podremos ser auténticos portadores de la verdad de Dios, construida en torno al amor y la caridad.

(Artículo de Alfredo Garland en Aciprensa)

miércoles, 17 de noviembre de 2021

PORQUÉ NOS CUESTA TANTO ABRIR EL CORAZÓN A DIOS




Más allá de querer o no, tener presente a Dios en nuestras vidas; que abramos o no, las puertas de nuestro corazón; que nos esforcemos o no, para que Dios sea más o menos importante para nosotros, la verdad –aceptemos o no– es que su huella está profundamente inscrita en nuestro interior. Negar esa realidad es negarnos a nosotros mismos. Es negar el origen y fundamento de lo que somos. De cómo aceptemos o vivamos esta realidad dependerá nuestra realización personal.

Preguntémonos: ¿Por qué existo? ¿Por qué yo soy quien soy, y no otro? No somos dueños de nuestras vidas. No somos nosotros quien elegimos existir, y mucho menos ser quienes somos. Decir que existimos y somos quién somos gracias a nuestros padres y ancestros no es equivocado, pero quedarnos solamente con esa dimensión de la realidad sería empobrecer nuestras existencias. Nuestros padres nos conceden la existencia genética y biológica, nos educan, nos forman, etc… además de las características, riquezas y deficiencias que podemos tener de por sí, mucho de lo que somos depende también de lo que aprendemos a lo largo de nuestra vida, en los distintos lugares dónde nos desenvolvemos. Pero aun así, hay algo en nuestro interior que define quienes somos. Eso es nuestro espíritu. Nuestro interior. Nuestra consciencia. Nuestro “corazón”. Es decir, nuestro “mundo interior”. Es algo muy distinto en cada persona. Esa diferencia interior, del corazón, espiritual, no lo recibimos de los padres, ni tampoco es algo que la sociedad poco a poco va determinando. Tampoco somos nosotros quien lo elegimos. Así nacemos. Así lo ha querido Dios. Querámoslo o no.

¿Qué tan profundo es nuestro mundo interior? ¿Nos sentimos satisfechos con lo que el mundo puede ofrecernos? No hablo sólo en términos negativos. Efectivamente, hay muchas cosas valiosas como nuestro trabajo, estudios, la familia, nuestros hijos, etc… realidades de nuestra vida que son fundamentales y realmente llenan de felicidad nuestro mundo interior. Pero todas ellas son finitas, en algún momento terminan. Entonces brota la pregunta: ¿Todo eso llena y satisface plenamente nuestro interior? O acaso ¿no buscamos alguien que nos ofrezca una felicidad sin límites? Todos buscamos siempre lo infinito.

Por lo tanto, si sabemos que sólo Dios es esa persona infinita que puede saciar nuestra “hambre” interior ¿por qué nos cuesta abrir el corazón a Dios? Dejar que el amor de Dios llene de sentido nuestra vida. La respuesta no es fácil. Implica muchas variables. Cada uno tiene sus propias razones para abrir o no el corazón a Dios. Qué tipo de educación y formación recibimos en la familia, cuánto influenciaron nuestras amistades o el mundo con sus falsas propuestas, la educación que recibimos en las escuelas y universidad, las corrientes de pensamiento vigentes de la determinada circunstancia cultural en la que vivimos. Experiencias problemáticas o traumáticas que llevaron a que cerrásemos nuestros corazones, no sólo a Dios, sino a los demás.

Esas experiencias difíciles o traumáticas pueden generar problemas de índole psicológica que distorsionan la manera como nos acercamos a la realidad. También las experiencias de sufrimiento y dolor que podemos atravesar en la vida, pueden, en muchos casos, llevar a renegar de Dios. Cómo si Dios fuera el culpable de todo lo malo que sucede en la vida. Por otro lado, están los que creen que Dios nunca los escucha, los que no saben cómo hablar o relacionarse con Él. Los que están tan encerrados en sí mismos, que no son capaces de percibir la acción de Dios en sus vidas. También están aquellos que sencillamente no conocen a Dios. Por distintas razones nadie les habló de Dios, ni tampoco les ayudaron a acercarse a Él. Finalmente, están nuestros propios pecados personales, que objetivamente nos alejan de Dios, que nos hacen creer que ya no somos dignos de acercarnos a Él. Nos desesperanzamos. Creemos que no hay salida para nuestra postración. Estas son algunas razones por las que se hace difícil que Dios entre en nuestros corazones. Cada persona tiene sus propias dificultades. Sino superamos esas dificultades terminaremos alejándonos cada vez más de Él.

Sin embargo, Dios nunca se cansa de salir a nuestro encuentro. Conoce nuestros corazones. Nos conoce mucho mejor que nosotros mismos. Apuesta por nosotros. Desde el comienzo, luego del pecado original, promete un Mesías, un Salvador, que vendría a liberarnos del pecado, que vendría a iluminar la oscuridad en la que vivimos. A lo largo de toda la historia del pueblo de Israel, Dios se fue manifestando progresivamente a través de los Patriarcas, profetas, reyes… y, finalmente, envío su propio hijo, que siendo Dios, nació de la Virgen María y se hizo hombre. El todopoderoso se hizo pequeño como un bebe. El Eterno se hizo finito y mortal. Se alegró, se entristeció y lloró. Asumió el peso de nuestros pecados. Apostó tanto por nosotros, se involucró tanto, nos ama tanto, que llegó al punto de entregar su Hijo único a que muriera en la cruz, por nuestros pecados.

¿Qué debemos hacer? Si percibo algo de eso en mi vida, ¿qué tengo que cambiar? El camino, más que preguntarnos ¿qué hacer? ¿Qué cambiar? es descubrir en Dios una persona real con quien puedo relacionarme. Puedo tener muchos y distintos problemas, pero se trata de crecer y fomentar una relación personal. El hecho humano de la relación personal es algo que vivimos cotidianamente. Nos relacionamos con nuestros familiares, amigos, colegas de trabajo, etc… A partir de la relación personal con Dios, aprenderemos a abrir nuestro corazón. Además ¿qué vamos a perder? ¿Por qué tenerle miedo? No hay ninguna razón para temerle. Él es Dios. Nos creó por amor. Entregó su Hijo único para morir en la Cruz por amor. ¿Qué más podemos pedirle a Él que nos muestre cuánto nos ama? Él nos da la verdadera felicidad. A fin de cuentas, el punto es: ¿dónde quiero poner mi corazón? ¿Dónde está mi tesoro? Pues ahí donde descubro el tesoro para mi vida es dónde pondré mi corazón. ¿Qué quiere y necesita mi corazón? Abrir el corazón no es fácil, pero está en juego nuestra felicidad.

(Artículo de Pablo Augusto Perazzo en Aciprensa)

martes, 9 de noviembre de 2021

LA DICTADURA DEL RELATIVISMO

 


En la actualidad, se habla mucho de tendencias antropológicas, llegando a ser "contracultural" aquello que es seguido o realizado por una minoría, especialmente si se trata de valorar a la persona en su dignidad, respetarla y ofrecerle la ayuda que es necesaria para su crecimiento como ser humano y su desarrollo.

Nos hallamos ante la dictadura del relativismo, que lleva a pensar que todo es bueno dependiendo de la óptica o las circunstancias que rodean a un grupo social. ¿Porqué hay acciones que no son buenas o recomendables? Si el individuo así lo decide, lo hace libremente, incluso si dicha acción le perjudica.

Aquí entran en juego varios factores que vamos a enumerar: por un lado, encontramos que somos guardianes unos de otros. Este vocablo aparece en las traducciones de la Biblia al castellano y significa el que protege, el que cuida, desde la perspectiva de la fraternidad universal, del hecho de que todos somos hermanos y tenemos que vivir en este planeta, o más concretamente en la misma ciudad o pueblo. No podemos vivir pensando en nosotros mismos, centrados en nuestra vida sin importarnos la de los demás. Toda acción que realicemos para nosotros va a tener una repercusión a nivel social, aunque sea en nuestro entorno más inmediato; por eso hay que cuidar las actividades que llevamos a cabo y pensar que no vivimos para nosotros solos, a pesar de que a veces así lo parece. No somos islas; tenemos padres, hijos, familiares, vecinos, amigos... que se fijan en lo que hacemos y para los que somos un ejemplo y un modelo de vida, aceptado o rechazado, pero nuestra forma de vida está siendo observada por los demás incluso de manera inconsciente.

Por tanto, no se puede aceptar una visión relativista de la realidad, que cambia según las circunstancias. A veces es necesario hacer tareas que conllevan un esfuerzo y sacrificio si queremos obtener un resultado determinado. Por ejemplo, un joven que desea ser médico tendrá que esforzarse en sus estudios y dejar a un lado algunas diversiones debido a sus exámenes y actividades universitarias.

Os invito a reflexionar aquello que os preocupa y lo que queréis hacer de vuestra vida; usemos la libertad para lo que en realidad la tenemos, para hacer aquello que nos ayude a llegar a ser quien queremos ser y para rechazar todo lo que nos aparte de nuestras metas. El relativismo solo sirve para hundirnos más en un sinsentido, para convertirnos en espectadores de todo y de nada. Di "no" a que esta tendencia determine tu vida y piensa en tus objetivos, en el para qué de tu vida. Ahí encontrarás las respuestas que necesitas.


sábado, 13 de febrero de 2021

CATÁSTROFE EDUCATIVA

 


Desde algunas instancia se afirma que estamos asistiendo a una “catástrofe educativa” causada por la pandemia de coronavirus, ya que ha obligado a los estudiantes de la mayoría de países de todo el mundo al aislamiento y a la soledad. Los estudiantes no han podido acudir a clase de manera presencial y aunque se han puesto en marcha otras alternativas mediante plataformas de videoconferencia, esto también está causando muchos problemas  por las desigualdades que surgen entre el alumnado que tiene fácil acceso a la tecnología y aquellos cuyas familias no tienen esa capacidad.

Como consecuencia, muchos alumnos se están quedando atrás en su proceso de aprendizaje.  Además, el aumento de las clases online ha llevado a una mayor dependencia de internet y de lo virtual, de manera que se constata una sobreexposición a actividades cibercriminales, como el phising, la suplantación de identidad o el robo de datos sensibles. Por todo ello, la situación que vivimos se ha denominado de "catástrofe educativa".

Entre las voces que denuncian esta situación se encuentra el Papa Francisco, quien ha afirmado la necesidad de un nuevo compromiso educativo que abarque a toda la sociedad, porque la educación es el antídoto natural de la cultura individualista, que a veces degenera en un verdadero culto al yo y en la primacía de la indiferencia.

martes, 19 de enero de 2021

"NO COMPENSA EL ESFUERZO"



Según una información aparecida en el periódico "El Mundo", el número de matriculados en carreras de ciencia y tecnología ha caído un 30% desde el año 2000 lo que apunta a que en años venideros estos perfiles tecnológicos se quedarán sin cubrir en nuestro país. Mientras que en Europa ganan peso la ingeniería y arquitectura, en España lo hacen las artes y humanidades. El presidente de la Conferencia de Rectores, José Carlos Gómez, ha asegurado que "sin suficientes ingenieros, matemáticos, físicos o químicos nos quedaremos fuera de la Revolución 4.0, como ya nos ocurrió en otras épocas de nuestra historia, y seremos tecnológicamente dependientes".

Aparentemente la causa se encuentra en que se pide un esfuerzo a los alumnos que no se ve compensado posteriormente cuando desarrollan su vida laboral; los jóvenes actualmente valoran el esfuerzo de forma diferente a generaciones anteriores, con lo que si no cuentan con la motivación de un mayor salario en un futuro, prefieren cursar otros estudios. 

A menudo se olvida que las metas que nos trazamos en la vida requieren que demos lo mejor de nosotros mismos: dar nuestro tiempo, dejar a un lado aficiones, sufrir muchas contrariedades e incluso hacer cambios a nuestro alrededor que nos permitan y faciliten la consecución de nuestras metas.

Valorar el esfuerzo forma parte del crecimiento y desarrollo de la persona; de hecho, nuestro cerebro se desarrolla mediante el esfuerzo. El problema se encuentra en que la sociedad no valora a quien más se esfuerza, sino a quien es elegido, bien por la maquinaria mediática o por algunos grupos de poder para que, temporalmente, sirva a sus intereses, o simplemente a quien tiene suerte.

Consideremos que todo esfuerzo conlleva un aprendizaje y que valorar el propio esfuerzo nos enseña a no depender de opiniones ajenas y a cultivar nuestra autoestima de una manera sana que nos permite sacar adelante nuestros proyectos.

Maravillas Moya Cabrera